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Tapón del Darién: paraíso de unos, infierno de otros

Tiendas de campaña, utensilios de cocina, botas de agua, chubasqueros, fundas impermeables para teléfonos, sombreros, pañuelos, machetes, bolsas de basura, ropa de camuflaje; una interesante variedad de artículos a la venta en los puestos de las calles de Necoclí, Colombia.


En 2022, la cantidad de migrantes que cruzaron de Colombia a Panamá fue casi tres veces más alta que el año anterior. La frontera entre los dos países es el llamado Tapón del Darién, una densa franja de selva y el único lugar en el continente americano donde la naturaleza y las comunidades locales han logrado interrumpir la carretera panamericana, haciendo muy complejo el tránsito por tierra entre ambos países.


En el lado colombiano, el mar Caribe se adentra en tierra firme, creando un golfo que se llama el Golfo de Urabá. Una costa tiene una serie de pueblos costeros bien comunicados con el resto del país por carretera. La otra costa del golfo, la que limita con Panamá, está mucho más aislada. Los pequeños pueblos de la zona, situados a pocos kilómetros de la frontera, tienen muy poca infraestructura y casi ninguna carretera, pero su cercanía a Panamá es la razón por la que muchas de las personas que están intentando llegar a Estados Unidos eligen esa frontera como su punto de partida desde Colombia.

Necoclí es uno de las pueblos costeros del lado continental colombiano. Es relativamente fácil llegar por carretera y, una vez allí, uno puede cruzar el golfo en barco y bajarse en uno de los pueblos de la selva del Darién. Fui dos veces a Capurganá, uno de los pueblos más poblados con un gran muelle donde atracan las lanchas que llegan zumbando a alta velocidad desde Necoclí. Desde Capurganá, se puede llegar fácilmente caminando a la frontera panameña en unas dos horas.

Lo que me pareció interesante de Necoclí es el doble mercado al que el pueblo ofrece sus servicios: migrantes y turistas. Los turistas vienen por ocio; los migrantes están en una misión rumbo al norte. Las empresas de barcos ofrecen dos viajes diarios desde Necoclí a Capurganá. Si eres turista, el billete de ida cuesta 85.000 pesos colombianos (unos 20 euros). Sin embargo, si eres migrante, el costo del billete es más elevado, y aumenta exponencialmente si procedes de un país que no sea Colombia (muchos de los migrantes son haitianos o venezolanos), ya que esto significa que probablemente estás en Colombia de forma ilegal, y de eso se puede sacar beneficio.


La primera vez que fui, era fin de semana y la mayoría de los asientos del barco estaban ocupados por turistas como yo, felizmente yendo a visitar las hermosas playas y la fauna de la selva del Darién. La segunda vez, era lunes y la mayoría de los asientos estaban ocupados por haitianos, un grupo grande viajando juntos hacia la frontera.

Las autoridades colombianas de Necoclí y Capurganá parecen ignorar este fenómeno migratorio. Tienen presencia, como también la tienen muchas organizaciones internacionales, como la Cruz Roja y UNICEF, pero no parecen tener ningún interés en controlar el flujo migratorio. Cuando yo estuve allí, el grupo de haitianos ‒compuesto en su mayoría por hombres y mujeres jóvenes y algunos niños pequeños‒ estaba recibiendo información, consejos y pastillas de purificación de agua de parte de los trabajadores de la Cruz Roja mientras esperábamos al barco que nos llevaría a Capurganá.


Las organizaciones internacionales están ahí para ofrecer apoyo e intentar reducir el número de víctimas entre los migrantes que inevitablemente intentarán cruzar el Darién en condiciones de alta vulnerabilidad. La mayoría de las personas que vi iban muy cargadas de equipaje, comida, agua potable, material de acampada y todas sus pertenencias. Muchos tenían niños pequeños e incluso bebés. Al verlos en los campamentos provisionales que tienen montados en la playa de Necoclí mientras se preparan para la travesía, me llamó la atención lo vulnerables que deben ser al cruzar ese montañoso tramo de densa selva, repleto de fauna y flora y conocido por estar poblado de grupos armados y criminales.


La actitud tan relajada de las autoridades colombianas probablemente se deba a que al estado colombiano no le interesa para nada hacerse cargo de los migrantes. El comportamiento de las autoridades panameñas, sin embargo, es drásticamente diferente. La primera vez que estuve en Necoclí charlé con un colombiano que vendía productos de acampada en un puesto. Me contó que recientemente había intentado cruzar la frontera con otros tres hombres, pero que las autoridades panameñas les habían obligado a dar marcha atrás. Dijo que soldados panameños les persiguieron y dispararon. Al parecer, uno de sus compañeros fue detenido. Cuando conocí a aquel hombre, él estaba trabajando para ahorrar dinero suficiente para intentar el cruce por segunda vez. No quería hacerlo solo, pero las personas con las que intentó cruzar la primera vez no estaban dispuestas a intentarlo de nuevo. Por vergüenza o quizás para evitar que su familia se preocupara, no les había contado su intento fallido de cruzar la frontera, por lo que ellos creen que ya ha llegado a Panamá.


Cuando estuve en Necoclí dormí en La Caracolita, mi furgoneta, justo enfrente de la playa donde acampan los migrantes. Por eso pude observar varias de las dinámicas que tienen lugar en este lugar de tránsito. Otro día de esos se me acercó un joven venezolano de 20 años. Charlamos, él tenía curiosidad por saber qué me parecía Colombia. Le dije que me gustaba y le devolví la pregunta. «Colombia está bien, pero la gente no siempre me trata bien», dijo. Su respuesta no me sorprendió, ya que en los siete meses que permanecí en el país escuché toda clase de comentarios racistas y discriminatorios sobre los inmigrantes venezolanos. Me preguntó cuáles eran mis planes de viaje y qué sentía al poder viajar por todo el mundo. Creo recordar que le respondí que «Es bonito». Me dijo que estaba planeando cruzar el Darién y que pensaba que tardaría un mes en llegar a México. Pensé en las enormes distancias que tenía por delante, en su vulnerabilidad como inmigrante ilegal y en todos los peligros que seguramente correría, pero no me atreví a contradecirle. La gente logra hazañas increíbles cuando está decidida, o desesperada.


El día de las elecciones, la ciudad de Necoclí está aparentemente tranquila, arrullada por el intenso sol del mediodía y la brisa del mar Caribe. Almuerzo pescado frito en un restaurante. En la mesa de enfrente hay una familia numerosa, dos jóvenes que no parecen tener más de 19 años, dos mujeres y al menos cuatro niños, una de ellas tan pequeña que la llevan en un carrito. Están haciendo planes a futuro, para cuando lleguen a Costa Rica. Uno de los chicos dice que buscará un trabajo de lo que sea para reunir algo de dinero antes de continuar hacia México, porque sabe que en Costa Rica pagan mejor que en otros lados. Hablan de la frontera mexicana y de cómo las autoridades de ese país tienen fama de ser muy duros con los migrantes, deportándolos y reduciendo cada vez más la cantidad de días que les permiten permanecer en el país. A pesar de ser conscientes de los obstáculos a los que se enfrentarán, se les ve optimistas y entusiasmados con la continuación de su viaje. Me impresiona el optimismo, la determinación y la esperanza que mantiene la gente aun cuando se enfrentan a situaciones muy duras. A veces me parece que tienen un pensamiento mágico.


En Colombia, el ambiente fue tenso en las semanas previas a las elecciones presidenciales. Nadie creía que las fuerzas políticas tradicionales fueran a permitir que ganara el candidato de izquierdas, Gustavo Petro. Escuché a mucha gente a la vez esperanzada y temerosa: con la esperanza de que Petro (que finalmente sí ganó) pueda traer un cambio positivo, una nueva visión de la sociedad y la paz definitiva al país; temerosa de que su elección pueda desatar una nueva ola de violencia, un resurgimiento de esa violencia que lleva más de 50 años carcomiendo la sociedad colombiana, matando, desplazando, silenciando, sobornando por debajo de la mesa, mientras en la superficie estas dinámicas se camuflaban y se negaban. Tal vez las situaciones extremas vividas por tantos es lo que permite este pensamiento mágico, el optimismo, la esperanza y la resiliencia que lleva a tantos a emprender tan largos viajes y a la sociedad a atreverse finalmente a votar por el cambio.

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