Hace poco pasé unos días en el desierto de La Guajira, Colombia. La punta más septentrional de América del Sur, una península lejana que se interna en el Atlántico, como intentando desprenderse del continente al que pertenece.
La Guajira es un territorio especial por su variedad, tanto geográfica como cultural: alberga tanto el árido desierto guajiro como los frondosos bosques de la Sierra Nevada de Santa Marta. Hace frontera con Venezuela por un lado y con el mar Caribe por otro. En esta tierra de contrastes, conviven varios pueblos indígenas, las comunidades de origen africano y europeo, la población mestiza y la comunidad sirio-libanesa.
Es uno de los departamentos de Colombia más rico en recursos. Produce y exporta sal marina, tiene grandes reservas de gas natural y numerosas minas de carbón, oro, turba y hulla. El puerto de exportación de carbón más grande de Suramérica, Puerto Bolívar, se encuentra en esta región. La paradoja es que, a pesar de tan intensa actividad industrial, La Guajira es también el segundo departamento más pobre del país, después del Chocó.
La pobreza se percibe desde que uno ingresa en el departamento y se agudiza a medida que se acerca al desierto. Yo llegué en mi coche a Ríohacha, una bonita ciudad costera con una extensa playa de agua clara y palmeras que se agitan en el viento. Desde allí, en un grupo de cinco turistas, partimos hacia el desierto en un Jeep 4x4, puesto que me aconsejaron que no fuera sola en mi coche, tanto por seguridad como por el terreno.
A medida que nos alejamos de Ríohacha, aumenta la distancia entre los pueblos mientras disminuye la infraestructura, dejando a la vista el inmenso desierto vacío, marcado aquí y allá por extensas manchas blancas de sal marina. La carretera asfaltada llega hasta Maicao, la ciudad más cercana a Venezuela, pero por la carretera costera el asfalto da lugar a una ancha carretera de gravilla por la que los vehículos pesados transitan a toda velocidad, levantando nubes de polvo que envuelven por completo a los motoristas y ciclistas. Muchos de estos camiones cargan enormes cisternas de agua potable, y verlos me recuerda lo que me contaron sobre el agua en La Guajira: existe un grave problema social de acceso al agua potable para la población.
Es normal que en un desierto escasee el agua. Lo es menos que, sabiendo que la población que vive en dicho desierto no tiene suficiente acceso al agua, el gobierno no ofrezca una solución. Es una situación compleja sobre la que desconozco casi todos los matices, por lo cual lo que puedo anotar son solamente mis impresiones.
Me habían hablado en varias ocasiones sobre una enorme mina de carbón ubicada en el desierto. En el camino hacia Cabo de la Vela, me explicaron que dicha mina se llama Cerrejón, que opera a cielo abierto 364 días del año, que da empleo a muchísimas personas en la región y que su funcionamiento es sumamente importante para la economía de Colombia. También aprendí que la mina Cerrejón ha estado varias veces en el punto de mira: por una denuncia por delitos medioambientales y sociales, la multinacional está bajo investigación por parte de la OCDE, y expertos en derechos humanos de Naciones Unidas han solicitado en varias ocasiones su cierre. También ha habido denuncias porque la multinacional ha acaparado e intentado desviar el agua del río Ranchería, que es la fuente de agua y el asentamiento tradicional del pueblo indígena Wayuu, nativo de estas tierras.
Esta es una de las tantas y complejas razones por las que, llegando a Cabo de la Vela, observo la antes mencionada pobreza de La Guajira en forma de niños harapientos y descalzos que atraviesan corriendo la extensa nada del paisaje desértico lo más rápido que sus cortas piernas se lo permiten, tratando de alcanzar a los vehículos para pedir comida o una moneda a sus ocupantes. Los conductores garantizan el fracaso de esta misión infantil pisando el acelerador para escapar cuanto antes de la imagen viva de la miseria y llegar al destino turístico que es Cabo de la Vela.
Desde ahí, el terreno se vuelve más difícil y los caminos menos definidos. Atravesamos planicies donde se forman espejismos que nos hacen pensar que hay agua donde no la hay, colinas cubiertas con bosques de cactus, blancos senderos polvorientos, salinas, lagunas de bordes lodosos y agua turquesa, enormes piedras de coral entre las que serpentean caminos de arena naranja y brincan chivos. La variedad del paisaje desértico me sorprende. Al ver aquellos caminos sin señalización alguna, pienso que hice bien en dejar mi coche tranquila en Ríohacha.
Wilber, nuestro conductor, es nativo de Ríohacha y lleva cuarenta años conduciendo por aquel desierto. Nos habla de su juventud, surcando esos caminos con su padre para transportar la mercancía de toda clase que llegaba por tierra, aire y mar a parar a esa costa solitaria. Desde su perspectiva, nos habla sobre los indígenas Wayuu. Nos cuenta que su lengua, cooficial con el español en esta región, es la Wayuunaki; que practican la pesca tradicional y tejen mochilas y hamacas de hermosos y complejos diseños; que practican el matrimonio concertado y que cuando a las niñas les llega por primera vez la menstruación −a la que Wilber llama su vaina− es costumbre que se rapen la cabeza y se encierren hasta que el cabello les vuelve a crecer. Nos cuenta que los Wayuu también participaron, se beneficiaron y sufrieron el contrabando que se practicó libremente durante mucho tiempo en la costa Caribe.
Durante el camino, somos testigos de una realidad que querríamos no ver, pero nuestros ojos, que no perdonan, nos muestran: hombres, mujeres y niños Wayuu, parados en medio del desierto, pidiendo un pago a cada coche turístico que transita por su territorio. Para cobrar, crean peajes improvisados, una cuerda o cadena amarrada a dos palos de madera, uno a cada lado de la carretera, impidiendo el paso a los coches.
La dinámica, cuando el coche llega al peaje, es la siguiente: el conductor se aproxima, impaciente; el niño, niña, mujer o −rara vez− hombre Wayuu que custodia el peaje se acerca a la ventanilla; el conductor saca la mano y le ofrece víveres (caramelos, galletas saladas o bolsas de agua); la custodia acepta, o no, la ofrenda y procede a bajar la cuerda al suelo para permitir el paso al vehículo, que unos metros más adelante vuelve a encontrarse en la misma situación.
La mayoría de los peajes (calculo que en dos días pasamos más de cien) los custodian niños y niñas. Cuando no hay adultos presentes, los conductores a veces tratan a los chiquillos sin respeto, lanzando los víveres por la ventana, haciéndoles correr y lanzarse al suelo para recogerlos. El crecimiento de los niños se lee en sus rostros: los más pequeños se divierten con esta dinámica que convierten en juego, compitiendo y haciendo carreras para recoger los víveres. A partir de los ocho o nueve años, ya tienen marcada en el rostro la expresión que vemos también en sus madres, padres y abuelos: una mezcla de ira, frustración, rabia, desagrado, rencor al tomar o recoger del suelo la ofrenda obligatoria que debe entregar el forastero para transitar por su territorio. A veces, los conductores les engañan, haciéndoles bajar la cuerda con el amago de lanzarles víveres sin en realidad entregar nada. Estos intercambios, la mirada de tan profundo rencor de estas personas, me producen un escalofrío, quiero cerrar los ojos, pero no puedo, me siento obligada a observar, a intentar al menos desenredar el sinsentido de tan perverso sistema de dependencia. Todo efecto tiene su causa.
El tiempo y la conversación nos permiten, al menos, intentarlo. El grupo que vamos en el coche, (cuatro jóvenes bogotanos, un alemán, Wilber y yo) hablamos sobre lo que vemos. Mi reacción inicial es culpar a las empresas de turismo: debemos exigirles más responsabilidad. No puede ser que sean caramelos lo que llevan a estas comunidades donde aún mueren niños de hambre (Según el Instituto Nacional de Salud de Colombia, desde 2014 han fallecido 578 niños colombianos por causas asociadas a la desnutrición; en 2020, el 25% de estas muertes ocurrieron el departamento de La Guajira. En 2021, este porcentaje alcanzó el 35% de la cifra nacional). Los caramelos son un producto fácil de conseguir y transportar, mas claramente no lo que nutrirá a la población. Ale, enfermera bogotana, me responde que ‘para exigir hay que dar’. Se refiere a que cada uno debe enseñar con el ejemplo. De ahí comienza a fluir una conversación sobre la responsabilidad. Intentamos responder a la pregunta ¿Quién es responsable de la situación de dependencia en la que viven los Wayuu? Las perspectivas son diferentes e interesantes:
Wilber, que lleva muchísimos años trabajando en la región, piensa que los Wayuu son desorganizados y perezosos, y que si no tienen acceso a los servicios básicos es por falta de esfuerzo y organización. Nos reitera las oportunidades de empleo que ofrece la mina, el turismo y la pesca que ha practicado tradicionalmente el pueblo Wayuu.
Esteban dice que ser testigo de la situación que viven los Wayuu le ha servido para desmitificar a los pueblos indígenas; antes pensaba que eran víctimas de políticas de discriminación y abandono, pero ahora piensa que es responsabilidad de ellos organizarse para salir adelante, promover el turismo de una manera más estructurada y comunitaria y no entrar en el juego de la dependencia y la corrupción.
Ale da el ejemplo de su madre, que, viniendo de una familia desplazada por la violencia, caminaba 3 horas para llegar al colegio. Con dicha anécdota intenta hacernos entender que, para salir adelante, uno debe tener iniciativa propia, no esperar que alguien más le proporcione la solución.
Cristian piensa que la responsabilidad de su suerte no es en ningún caso de los Wayuu, puesto que nadie elige ser pobre, sino que es del gobierno colombiano, cuya obligación es servir al pueblo y garantizar el cumplimiento de sus derechos. Dice que es fácil declarar que la gente debe trabajar en lo que haya, pero que, si lo que hay son empleos con condiciones de explotación laboral, es comprensible que las personas elijan vivir de cualquier otra alternativa, incluyendo la caridad.
Catalina comenta que lo que vemos no es más que un reflejo de la corrupción que existe en Colombia a todos los niveles políticos y económicos y que impide garantizar el derecho a la igualdad de todos los ciudadanos.
Cada una de las perspectivas es diferente y faltaría la más importante, la de los propios Wayuu. Intento, sin éxito, abarcar la complejidad de la situación. Pienso que estamos siendo simplistas en nuestro análisis: decir que la solución está en manos de los Wayuu, que se trata simplemente de organizarse, es no tener en cuenta la diversidad cultural y étnica que define a Colombia, ni las condiciones específicas de la vida en el desierto, donde la comunicación, el transporte y el acceso a los bienes y servicios básicos son un reto. Los Wayuu tienen un modelo de organización, pero no se corresponde con el de la sociedad neoliberal moderna. Por lo que pude vislumbrar y lo que me han contado, su comunidad se organiza en torno al núcleo familiar.
De igual manera, es limitante culpar a las empresas turísticas que operan en el territorio. Podríamos exigir a las agencias de turismo que cambien sus prácticas: que, en vez de caramelos, entreguen granos o fruta. Pero esto no garantiza que los Wayuu acepten estos cambios, porque vi cómo, en la zona más seca de Colombia, donde la falta de agua es el principal desafío de sus habitantes, ellos mismos rechazan una bolsa de agua potable o la toman de mala gana, y Wilber es el que debe dar la cara por su empresa y lidiar con esa delicada situación. Aunque practicar un turismo inclusivo y sostenible que favorezca el desarrollo y el enriquecimiento de la comunidad sería algo positivo, incluso los cambios más mínimos son difíciles de implementar. Por eso, estos cambios deben integrarse en un plan de acciones mucho más amplio, que abarque los problemas de raíz.
Para ello, primero hay que identificar cuáles son estos problemas: basándome más que nada en mis impresiones de viajera, nombraría la discriminación de tipo étnica, clasista y racial, el cambio climático y la corrupción política y empresarial que permite la explotación de personas y recursos como algunas de las causantes de la situación de dependencia en la que vive el pueblo Wayuu. Después, se debe establecer ¿Quién es responsable de ofrecer una solución? Lo lógico es que sea el gobierno, los líderes electos. Pero, aunque desde los años 1950 se han impulsado numerosas iniciativas para resolver los desafíos sociales de La Guajira, no han acabado de solucionar el problema, en parte porque la política colombiana está carcomida por la corrupción y en parte porque han abordado problemas puntuales en vez de intentar ofrecer una solución integral.
Un ejemplo: durante el gobierno de Juan Manuel Santos, se impulsó un proyecto para proveer de agua potable a las comunidades Wayuu, construyendo pozos subterráneos con paneles solares para alimentar de energía una motobomba y una planta desalinizadora que permitiría tener agua apta para el consumo humano. Sin embargo, de las 29 plantas que se construyeron inicialmente, 27 están hoy prácticamente inservibles, porque nunca se realizó un seguimiento de la implementación, ni se ofreció formación ni asistencia técnica a la comunidad local.
Cuando los políticos no ofrecen soluciones reales, a veces las empresas que operan en el territorio intentan hacerlo en su lugar. En el caso de La Guajira, la mina Cerrejón fue la que construyó algunas de las escuelas a las que van los niños Wayuu. Creo que sería naíf pensar que la empresa lo hizo por una voluntad sincera de mejorar la calidad de vida de la comunidad. Su objetivo es el lucro, por lo que se trata más bien de una estrategia para mantener contentas a las comunidades, aparentar contribuir a su desarrollo y a su vez continuar explotando su mano de obra y sus recursos.
Desde mi punto de vista, dejar en manos del sector privado el desarrollo de la sociedad es un error. Es lo que permite que un empresario llegue a las salinas de Manaure, también en La Guajira, que visitamos en el camino, e imponga a la sal un precio tres veces menor del que solía tener, sin que los políticos locales ni los productores puedan protestar, unos porque sus intereses están ligados a los de la clase empresarial, otros porque dependen enteramente de la venta de su producción, no al mejor comprador, sino al que más influencia tiene sobre la clase política.
Lo que me hacen pensar estas realidades es que, en el caso de los Wayuu, el problema, más que la pobreza, cuya definición depende de la perspectiva, es la dependencia en que se basa nuestro modelo socioeconómico a todas las escalas. El indígena Wayuu depende de la caridad de actores externos, el productor de sal depende del empresario, de quien, a su vez, depende el político que debería ser el reflejo del pueblo, pero que en realidad lo es de la clase empresarial. Por eso, desde hace décadas, la política colombiana ha favorecido a la clase empresarial y a las élites, olvidando el principio de igualdad de derechos y oportunidades de todos los ciudadanos.
Este modelo de dependencia proviene de las más altas esferas políticas y económicas. Se rige por las prácticas neoliberales impuestas por las grandes instituciones financieras que refuerzan el modelo de dependencia a nivel de gobierno, economía y sociedad, a su vez que desincentivan la competencia en igualdad de condiciones y la diversificación.
El desierto de La Guajira, su apariencia inhóspita que alberga tanta diversidad, su población y sus condiciones de vida me impactaron por su belleza y me sobrecogieron por su crudeza. Pienso que, aunque algunos mucho más, todos somos víctimas del modelo socioeconómico en el que vivimos. De momento, reflexionar sobre ello mientras sigo viajando es suficiente.
Eye-opening, a reminder of the vast, sad, beautiful and harsh world that lies beyond the perception of most people.